Desde el porche de su casa familiar, el paisaje lo conforman las salinas y marismas de Bonanza, el parque nacional de Doñana y la desembocadura del Guadalquivir. “El secreto del navazo es que tiene debajo el acuífero litoral gaditano que lo riega permanentemente con su nivel freático. Al estar tan cerca del Atlántico y la desembocadura del río, por un lado le llega una corriente de agua dulce y por otro las mareas con agua salada”, explica. “Pero el elemento más importante de un navazo es el tollo”, añade Monge. “Se trata de una pequeña balsa perforada por el hombre donde aflora el agua de la capa freática y que utilizamos para regar en los meses más secos. Antes la sacábamos a mano con una jarra, ahora utilizamos un motor”.
Monge se crio jugando en sus dunas, vio a su padre y a su abuelo trabajar los navazos, y conoce el vocabulario preciso para nombrar cada uno de los elementos y técnicas de su cultivo. Escucharle es abrir un diccionario, pero no siempre ha vivido del huerto. “Mi padre me insistió en que estudiara y no me dedicara al campo. Le ayudé en todas las labores hasta que a los 21 años me fui de aquí”, recuerda. Entonces no podía imaginar que dos décadas después, tras pasar por la Universidad de Oxford y departamentos de I+D de empresas como IBM, regresaría a trabajar con sus manos esta tierra de playa ni que sus productos acabarían en algunas de las mejores cocinas españolas. “El navazo es apasionante”, dice mientras lo recorre. “Se comporta de manera diferente con cada alimento con el que investigo.
En Sanlúcar de Barrameda los navazos han sido muy importantes a lo largo de la historia. Hay registros escritos de su existencia desde el siglo XVI, aunque popularmente se cree que son herencia de los árabes.
En algunos, potencia su dulzor, en otros su sabor salado y en otros el picante. Acelgas plantadas con la misma semilla pero regadas por mi vecino con agua dulce no tienen nada que ver con las mías. De ahí la importancia del tollo”, insiste. Y por este motivo describe con pena cómo fueron desapareciendo muchos. “Los navaceros siempre se habían dedicado a los productos frescos para el mercado local hasta que a partir de los años cincuenta, con la implementación de la nueva agricultura, apostaron por el monocultivo intensivo y la estandarización del producto para exportarlo. Les convencieron de que tenían una tierra pobre, que el agua salada bloqueaba los nutrientes y les mermaba la producción. La comunidad de regantes trajo el agua potable a través de canales y muchos de los vecinos enterraron los tollos porque ocupaban espacio en sus parcelas”, relata.
“El secreto del navazo es que tiene debajo el acuífero litoral gaditano que lo riega permanentemente con su nivel freático. Al estar tan cerca del Atlántico y la desembocadura del río, por un lado le llega una corriente de agua dulce y por otro las mareas con agua salada.”
Su padre no consiguió que le llegara el agua dulce y, muy a su pesar, continuó regando con la salada que sacaba de la balsa. “Se quejaba de que tenía agua mala y de que sus papas valían menos en el mercado porque eran irregulares. Pero hay escritos del siglo XVII que alababan la calidad de las patatas de Sanlúcar. Y no porque fueran una variedad, que no lo son, sino porque se cultivaban en el navazo con agua salada y el riego del tollo, como seguimos haciendo todavía algunos agricultores. Por eso sería positivo tener una denominación que las diferenciara en el mercado y las protegiera”, sugiere.
El valor del agua salada
Lo que fue una desgracia para su padre, Monge lo ha convertido en su bandera. Es precisamente esa agua salada la que explica que sus tubérculos sean más dulces porque intentan compensar el nivel de salinidad creando más azúcar. “Además, cosecho antes de que maduren y generen almidón. La merma hace que su precio sea más elevado y ahora vendo a 5,40 euros el kilo de patatas”, desgrana. “Lástima que en los años cincuenta no se pensara en redirigir este producto a otro tipo de mercado nicho. Entonces, el que tenía un navazo estaba desterrado y condenado a vivir peor que cualquier otro agricultor. Por eso, al final, mi padre quiso venderlo y yo le puse como homenaje el nombre de Cultivo Desterrado”.
En aquel momento, Monge había aparcado su carrera profesional para formarse en diseño cuando una llamada de su madre lo cambió todo. “Me dijo que querían vender el campo. Ya habían alquilado casi todas las tierras y mi padre estaba enfermo. Sentí que, si perdía el navazo, lo perdía todo. Así que en 2017 regresé a Sanlúcar con 42 años. Y como siempre me han gustado los proyectos disruptivos, me lo tomé como una especie de diseñador agrícola. Mi intención era enriquecer con nuevos productos el actual mercado local y reivindicar este patrimonio sociocultural propio de Sanlúcar de Barrameda”, cuenta.
Comenzó pidiéndole a su padre pequeños espacios de la parcela para hacer experimentos y en su navazo empezaron a convivir las semillas familiares con plantaciones exóticas como shisho, huacatay o kale, patatas y guisantes de costa, zanahorias de colores, variedades olvidadas y flores comestibles. “Mi padre no creía en mi proyecto, pensaba que nadie me compraría este tipo de productos. Pero antes de fallecer llegó a ver cómo apostaban por mí algunos restaurantes cercanos”, recuerda emocionado. En su honor, preserva las prácticas que le enseñó de niño: siembra las patatas enterrándolas con los pies desnudos, se rige por el calendario lunar, riega todo con el agua del tollo y recolecta con sus manos. “No quiero ponerme místico, pero tengo que sentir la tierra. Aporco, bino, arranco, limpio, embalo y etiqueto a mano. No puede ser más artesanal”, dice con una sonrisa.
En su honor, preserva las prácticas que le enseñó de niño: siembra las patatas enterrándolas con los pies desnudos, se rige por el calendario lunar, riega todo con el agua del tollo y recolecta con sus manos.
Hasta ahora, en sus 5.000 metros de tierra ha investigado con más de 200 variedades de productos de diferentes rincones del mundo. Selecciona las que mejor se adaptan al navazo y compara resultados según los diferentes momentos de su recolección. Ahí reside su éxito, y hasta el Basque Culinary Center ha contactado con él para mandarle alumnos a hacer prácticas. “El primero [y de momento el único] me habló de la existencia de la isla holandesa de Texel donde cultivan patatas con agua salada desde hace pocos años. Y me recordó que por las papas francesas Bonnotte, regadas del mismo modo en la isla de Noirmoutier, se llegaron a pagar 500 euros en una subasta. ¡Y nosotros llevamos siglos haciéndolo sin darle importancia!”, exclama. Este agricultor confiesa que su objetivo no es alcanzar ese precio. “Quiero que se valore la calidad de los productos del navazo, convencer a mis vecinos para que se unan y demostrar que este proyecto es sostenible con la naturaleza, beneficia la economía local y encima es un patrimonio que deberíamos conservar”, añade.
Por el momento, lo logra gracias a sus clientes. Mantiene con orgullo al primer restaurante que creyó en él, el sanluqueño El Espejo, del cocinero José Luis Fernández Tallafigo. Y cuenta con otros de nivel como el triestrellado A Poniente (El Puerto de Santa María), Terra Olea (Córdoba) o los madrileños Saddle y Lakasa, entre otros. Y también envía a particulares. Estos rellenan un formulario en su página web, Monge les contacta uno a uno y les manda una caja con contenido sorpresa repleta de productos recién cosechados.
“Para mis vecinos soy el pirado que se graba con el móvil en mitad del campo, el que produce cosas raras y el loco del neopreno, pero si me visto así cuando llueve es porque no he encontrado nada más práctico».
Las redes sociales son una herramienta crucial para él. En ellas explica la actividad del navazo, comparte sus descubrimientos, documentos antiguos que relatan su historia y visibiliza su esfuerzo. “Para mis vecinos soy el pirado que se graba con el móvil en mitad del campo, el que produce cosas raras y el loco del neopreno, pero si me visto así cuando llueve es porque no he encontrado nada más práctico. Ojalá los diseñadores dejen de hacer tantas sillas y se pongan a crear vestuario para los agricultores”, reclama. Mientras pisa con seguridad la orilla del tollo, cuenta que se cayó en uno cuando tenía tres años. “Menos mal que me descubrió mi tío milagrosamente. Es curioso que lo que estuvo a punto de matarme me esté regalando otra segunda oportunidad”. Monge lo celebra a diario, hunde las manos en sus raíces cada vez que remueve la tierra. Lo hace por él y por su padre. Por todas las veces que le dijo: “Hijo, no te dediques a esto”. Y cada vez que un cocinero crea un plato nuevo con sus productos, se demuestra a sí mismo que lo importante no es encontrar un tesoro, sino saber qué hacer con él.
Fuente: El País Semanal
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