El llamado qanāt quizá se pudo iniciar, en la remota antigüedad asiria, como una técnica minera subsidiaria, de explotación del agua subterránea por medio de galerías de drenaje, aprovechando las galerías de minas. El qanāt, o canal de irrigación subterráneo, conducía el agua desde el depósito localizado en el subsuelo hasta el lugar donde se necesitara. Su proyección era horizontal o con una ligera pendiente, y podía reducirse a una sola conducción o complicarse, cuando la técnica ya estaba muy avanzada, en una red de conducciones, auténtico laberinto bajo el suelo. Las dimensiones de la galería eran considerables: 1 metro de ancho por 1,80 m de alto, por lo que un hombre de pie podía circular perfectamente.
Eran verdaderos acueductos subterráneos, revestidos de ladrillo en su interior, especialmente en las zonas donde la roca podía resquebrajarse. Cada cierto tramo (alrededor de 50 metros) se practicaban en las galerías unas perforaciones de comunicación con la superficie del suelo; agujeros por los que, a un tiempo, se echaban fuera los escombros acumulados de la perforación y se creaba una corriente de ventilación de aire, que evitaba la acumulación de gases y la contaminación del agua. Incluso, si la corriente de aire era de importancia, ayudaba al agua a que ésta fluyera más rápidamente. A veces estas perforaciones constituían profundos pozos verticales, de hasta 55 metros de profundidad en aquellos tramos más cercanos al depósito acuífero-madre. Es curioso contemplar los paisajes de qanāts en algunas zonas como Irán, donde la frecuencia de los pozos excavados y con los residuos acumulados en la superficie, en torno a la boca del pozo, dan la impresión de un hábitat propio de topos.
«…No hay un tema más hermoso ni un arte más sutil, más provechoso, que la explotación de las aguas subterráneas. Ellas son las que hacen posible el cultivo del suelo y la vida de los habitantes.»
También son muy abundantes en la zona sur de Marruecos, específicamente en Tafilalet y en Marrakech y sus alrededores, donde se les conoce con el nombre de juttarā. Al parecer, en Marrakech fueron inicialmente construidas en época almorávide (siglo XI) por un ingeniero llamado Ibn Yunūs, quien de esta forma trajo el agua a la ciudad y pudieron prodigarse sus jardines. En la actualidad existen unos trescientos cincuenta qanāts de cinco kilómetros cada uno.
Los qanats de al-Andalus
En al-Andalus los qanāts se difundieron con la dinastía Omeya, durante el siglo VIII, y entre los sistemas de qanāts de la España musulmana que podemos aún vislumbrar, están los de Madrid, que traían el agua desde las fuentes del río Guadarrama hasta la Villa, y los de Crevillente (Alicante), con una longitud éstos de 1.500 metros y 19 pozos de aireación. Hubo varios autores árabes que dejaron tratados más o menos voluminosos sobre esta técnica hidrológica. Un ejemplo es Ibn Wahšiyya, autor de La agricultura nabatea, obra maestra del género, muy conocida ya en el siglo x en al-Andalus, que supuso la divulgación de las más antiguas técnicas de irrigación. Fue, por así decirlo, el manual de consulta de todos los ingenieros musulmanes —muqannīs— y en el que se inspiraron los demás autores.
Ordenanza laboral
Uno de estos muqannīs, al-Karayˆī, famoso matemático iranio natural de Karadj (cerca de Teherán), escribió hacia 1010 un Tratado de las aguas subterráneas (Kitāb Inbat al-miyāh al-jafiyya), compuesto de 30 capítulos.
En su contenido, al-Karayˆī describe de forma minuciosa —como es usual en los autores árabes— toda la técnica a desarrollar en torno a los sistemas de qanāts. En la introducción nos explica el motivo por el que escribió este libro:
«…No hay un tema más hermoso ni un arte más sutil, más provechoso, que la explotación de las aguas subterráneas. Ellas son las que hacen posible el cultivo del suelo y la vida de los habitantes.»
Además, el tratado analiza toda una serie de factores que lo colocan en una actualidad científica de vanguardia de esa época si consideramos que se trata de una obra del siglo XI. Junto al estudio de la geografía física de la tierra —mares, ríos y cordilleras—, analiza las características del subsuelo por donde fluyen los cauces subterráneos —dureza, arenosidad, friabilidad etc.—
Instruye, también, sobre la forma y el material en que se deben construir los conductos: de barro cocido, más anchos en la entrada que en la salida, para que puedan encajar entre sí; en la zona de encaje se dará una mano de cemento y, en el interior, se los embadurnará con sebo de buey o aceite de oliva para endurecerlos. Da instrucciones sobre las medidas de prevención y la vestimenta de los poceros, anticipándose en siglos a la normativa social de seguridad e higiene en el trabajo: los poceros llevarán un blusón de piel de ternero cocido, untado con sebo derretido de buey para impermeabilizarlo. La cabeza y la cara se protegerán con una capucha también de piel impermeabilizada.
Asimismo, el autor alerta sobre el peligro que suponen los gases en el interior de los pozos —bujār—, y da consejos a los poceros para que lleven consigo vinagre y trozos de melón de al-Andalus para colocarlos en el interior y, si no es suficiente, aconseja abrir conductos de comunicación entre los pozos para aumentar la ventilación.
Describe con todo detalle cómo determinar las alturas de los lugares por donde circulará el agua subterránea; cómo se puede detectar la presencia de agua subterránea por el estudio de las plantas que hay en la zona. También establece una tipología de las diversas clases de aguas: duras, blandas, turbias, calientes, dulces y desagradables.
Sorprendentemente, habla del sistema para purificar el agua, en esa búsqueda de la calidad del agua que preconiza desde diversos ámbitos la organización social islámica: el agua corrompida se puede purificar agregándole tierra de alfarero molida —altīn al-hurr— o arcilla. Con ello desaparece su sabor amargo y su dureza. Costumbre purificadora que, al parecer, sigue estando vigente hoy en algunas zonas rurales.
Pero todo el sabio contenido de los tratados no se reducía a simple literatura de intelectuales, sino que se llevaba a la práctica en la vida diaria: el propietario de una tierra en al-Andalus —o en cualquier otra parte del mundo islámico—, si consideraba que necesitaba agua en alguna de las partes de su predio, contrataba a un muqannī —ingeniero de conductos subterráneos—. Éste iniciaba la observación minuciosa del terreno para saber si el agua podía estar cerca o no de la superficie, por medio de las plantas del entorno, la tipología de la tierra, etc.; examinaba también la pendiente del terreno, hasta que decidía cuál era el punto dónde debían perforar el pozo los excavadores. Si se encontraba agua abundante, ése sería el pozo-madre, y desde él hasta desembocar en el lugar que necesitaba el agua, se trazaba el qanāt con depurada tecnología.
Es curioso comprobar lo que Ibn al-’Awwām, famoso agrónomo sevillano que vivió en el siglo XII —del que volveremos a hablar—, nos dice en su Libro de Agricultura sobre la forma de abrir los pozos en los jardines y huertos andalusíes, y las señales por las que se sabe si el agua está cerca o no de la superficie:
«… Una de las señales, dicen (a que debe atender) el que quisiere abrir algún pozo, es a las especies de plantas que produce la tierra; al color, sabor y olor de la superficie de ésta… Sabed que si observando dicha superficie (se viere) ser la crasitud de la tierra de color oscuro o muy polvoroso en el sitio de la exploración, el agua está cercana, si acaece esto en ella; y asimismo, que aquella es tierra de agua, y que contiene mucha en su centro y profundidad… Descubierto el manantial del agua, sáquese un jarro de ella para que si probada al gusto se hallare dulce, se prosiga el trabajo; o se suspenda un poco si se hallare de otro sabor…Que después se vuelva a gustar, y si aquel sabor verdaderamente alterado tirare a salitroso, se cese en la obra sin tomar por ello pena.» (1)
De esta forma, el propietario agrícola andalusí tenía todas las garantías de que el agua para su consumo doméstico o para el regadío iba a ser de calidad, y no tendría necesidad de acudir con su reclamación, las autoridades de la administración musulmana, pues por aquel entonces, como veremos más adelante, ya existía la protección al consumidor.
Los ‘qanats’ madrileños
Los sistemas de qanāts no servían sólo para la agricultura, sino también para llevar el agua a las ciudades, como sucedió con Marrakech. En al-Andalus ese fue el caso de Guadalajara, Crevillente, Cádiz o Madrid, entre otras ciudades.
La famosa red de qanāts de Madrid (ciudad cuyo nombre indica agua: Mayˆrīt, del árabe mayˆra —canal de agua—) ha sido tan celebrada como discutida por los distintos autores contemporáneos. Sin embargo, el trabajo que a su descubrimiento y estudio dedicó el profesor Oliver Asín, en su obra Historia del nombre de Madrid, merece nuestro mayor respeto.
Mayˆrīt, fundado por el emir omeya de Córdoba, Muhammad I, en el año 871, era una pequeña plaza fuerte entre lo que hoy es el enclave del Palacio Real, Plaza de Oriente y calle de San Nicolás y Sacramento. Fue fundada como plaza defensiva del paso hacia la sierra de Guadarrama, dependiente de Toledo, y en su trazado se repetían las constantes de toda ciudad islámica: alcazaba (la Almudena), mezquita aljama, baños, zocos y varios barrios, o rabad.
Encaramada en un risco a cuyo pie fluía el río Manzanares, quedaba un tanto lejos de sus aguas, como para poder aprovecharlas. No obstante, a lo largo de la historia siempre se ha conocido a Madrid como la «ciudad construida sobre las aguas», y esto es debido a que la leyenda decía que bajo el suelo de Madrid había numerosas corrientes de agua. A buen seguro que se trataría de la red de qanāts.
Un enigma que, como bien dijo Lope de Vega por otros motivos, ha acompañado siempre a la historia de Madrid: nos referimos al enigma del agua.
Toda esta red de irrigación subterránea hizo posible que el Madrid medieval pudiera tener en su contorno un gran número de huertas que enriquecieron la ciudad, y no sólo en el medievo sino también en época de Felipe II, quien la eligió como capital de sus reinos en 1561.
Los árabes fundadores de Madrid aplicaron una técnica semejante a la que describe al-Karayˆī, y debieron encontrar el depósito-madre. Para la construcción de los qanāts emplearon también ladrillo en las galerías excavadas, siendo éstas de altura suficiente para que un hombre pudiera pasar de pie; las cañerías son de barro cocido.
Al parecer, el sistema de qanāts madrileño tiene una red de galerías de 7 a 10 kilómetros, y los pozos de aireación con la superficie a veces sobrepasan los 50 metros de profundidad. Todo ello repartido en galerías-madre y otras menores que también se han llamado canas o canillas, por su vinculación con los qanāts, y son los conocidos «viajes del agua» de Madrid.
Las más importantes galerías-madre eran las del Alto Abroñigal y el Bajo Abroñigal, de las que existen aún algunos tramos. El primero, aún utilizable, sale de Canillejas y llega al centro de la Villa, pasando por Cibeles. Al parecer, la fuente hoy localizada en la calle de Alcalá, esquina a Cibeles, y a la que los madrileños atribuyen propiedades curativas, es la única fuente que se conservaba, de agua suministrada por los qanāts.
Oliver Asín recorrió a trechos estos «viajes» madrileños, como el que va desde Colón a la calle de Serrano. En su obra citada nos describe que las galerías tienen unos 90 centímetros de anchura y 1,90 metro de altura, revestidas de ladrillo en arco de bóveda y otras sin revestimiento, en forma de «lomo de caballo». El autor sostiene que todavía quedan en las galerías caños de barro, a los que los poceros continúan llamando «caños naranjeros o limoneros» como en el siglo XVII. Las galerías fuera de la Villa se encuentran a 50 metros de profundidad, pero en la ciudad tan sólo están a 4 o 5 metros.
Toda esta red de irrigación subterránea hizo posible que el Madrid medieval pudiera tener en su contorno un gran número de huertas que enriquecieron la ciudad, y no sólo en el medievo sino también en época de Felipe II, quien la eligió como capital de sus reinos en 1561. En esta real elección debió tener un peso decisivo la abundancia y calidad del agua de Madrid, como señala Henri Goblot.
La red de qanāts continuó abasteciendo a Madrid a lo largo de los siglos hasta 1860, cuando se crea el Canal de Isabel II, lo que es todo un récord en honor de aquellos ingenieros andalusíes, muqannī, conocidos también como qanawiyn.
Cherif Abderrahman Jah
Del libro «El enigma del agua en al-Andalus» (Editorial Lunwerg – pp.53-62
This post is available in: Español