Diez de la mañana en la finca Larios junto a Torre del Mar, Vélez Málaga. Huele a tierra removida, a abono y a paja. A sus cincuenta años Antonio coloca a dos de sus bueyes, Primorosa y Milagrosa, con una pequeña galera, mientras riega un trozo de tierra con el sistema de siempre -a manta- y otro con el goteo moderno. Cada palmo de los poco más de dos hectáreas que trabaja lo hace con sus aperos, que se acumulan en la puerta de la cuadra. Todo lo que sabe lo ha aprendido de su padre, que le acompaña cada día y cada tarde. Le he visto trabajar de sol a sol, recoger tomates, dar de comer a los bueyes, acumular paja, cargar un camión y, sólo a media tarde, descansar. Cuando le pregunto por los trabajos en la tierra me habla de sus aperos.
Para sembrar Antonio dice: «A la tierra hay que pillarla en un punto que no esté ni seca ni muy mojada, ni chorreando ni muy firme».
Arrinconada entre tres carreteras y un plan para construir sobre ella, la finca que cultivó su padre, su abuelo y que él cultiva en régimen de arrendatario vive en un presente efímero. Quizá por eso Antonio también trabaja para otros con sus animales.
Los aperos sirven para remover la tierra y que pueda circular agua y aire por las capas más profundas; también para enterrar los restos de la cosecha para su descomposición. Cada momento requiere un tipo de arado.
Texto: Elena García Quevedo.
Fotos: Carlos Pérez Morales.
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