¿Jardín árabe o jardín islámico? Es la primera pregunta que surge cuando se evocan aquellos jardines que, surgidos desde el siglo VII hasta el declive del imperio otomano, sugieren sombras juguetonas, arriates de flores olorosas en estudiado desorden, fuentes cantarinas con surtidores y estanques y pabellones de ensueño. Sin duda alguna, “islámico” es el epíteto adecuado para aplicar al jardín andalusí, el jardín turco o el jardín mogol, herederos directos o indirectos de una tradición, la persa, que poco tiene que ver con la árabe, que apenas afecta al 13 por ciento del universo musulmán.
Grandes avenidas, espacios despejados, canales y pabellones de reposo pueblan el ideario del jardín persa, que con los siglos adoptaría diferentes características, tomando elementos prestados de las culturas con las que el Islam iba entrando en contacto. Así, el jardín andalusí más singular sería el jardín intramuros, en forma de patio, heredero de la tradición semítica del hortus conclusus y no exento de la influencia del peristilo romano. Este jardín emularía por lo demás el concepto de paraíso coránico destinado al bienestar espiritual en el que la vegetación, los frutos y la sombra se ofrecen como recompensa Divina a las almas elevadas.
En cierta forma, el jardín islámico cerrado supondría además la antítesis del desierto y la intemperie propios de la península arábiga, cuna del Islam. Un espacio a modo de protección, finito, acogedor, frondoso, y en el que el agua se convierte en el elemento protagonista.
Elementos del jardín islámico
Los componentes de un jardín genuinamente islámico son los siguientes: una ordenación simétrica. Canales y fuentes que hagan sonar el agua para aquietar el espíritu. Estanques de agua mansa que reflejen la arquitectura para duplicar la sensación espacial y refrescar el ambiente.
En cierta forma, el jardín islámico cerrado supondría además la antítesis del desierto y la intemperie propios de la península arábiga, cuna del Islam.
Parterres en forma de crucero que recuerden los cuatro ríos del Paraíso musulmán (y evangélico); en ocasiones, rehundidos con respecto a los andenes por los que uno se pasea, con el fin de contemplar la vegetación a la altura de los sentidos. Las plantas deben ser aromáticas y de flor, mezcladas en un sabio négligé con árboles frutales. En ocasiones se recortan de forma fantasiosa setos o arbustos para darles las formas más caprichosas. Son importantes también los elementos arquitectónicos que permitan el disfrute del jardín desde la altura y la sombra: pérgolas y soportales, o bien pabellones de distintos materiales. En ocasiones, si el predio es grande, el espacio se puede ordenar en eras escalonadas de amplios horizontes, para contemplar la propiedad de forma panorámica, enfatizando el concepto de “jardín de poder”. En definitiva, parafraseando al arquitecto Fernando Chueca Goitia, “el árabe (y en este caso, el musulmán) es alguien a quien le gustaría vivir sentado sobre un jardín”.
Los mejores ejemplos
Algunos de los más espectaculares ejemplos de jardín islámico están en la Alhambra y el Generalife de Granada, aunque otros más secretos ilustren perfectamente este tipo de jardín: la Casa de la Contratación de Sevilla, la Casa del Gigante en Ronda o el Palacio de la Aljafería de Zaragoza. En esta versión mediterránea, existen otros notables ejemplos en la Menara de Marrakech, de época almohade y que ha sufrido una desafortunada intervención, y los jardines del Agdal, en esa misma ciudad, del siglo XII y con unas 370 hectáreas cubiertas de cultivos y estanques. Probablemente el jardín islámico (¿bereber?) más antiguo y extenso del mundo.
Distintos, pero no menos espectaculares son los jardines iraníes de la Madraza-ye Chahar Bagh y Bagh-e Shahzadeh, así como los otomanos de Turquía, y los mogoles (ss.XVII-XVIII) de Shalimar (Pakistán) y Taj Mahal, en India.
Estado de conservación
Algunos de estos jardines, como los españoles, se encuentran en un estado de conservación bastante bueno. En otros casos, como el Agdal de Marrakech, se están estudiando proyectos de rehabilitación basados en el respeto al patrimonio cultural y a la biodiversidad. Los jardines de Isfahan, en Irán, los del palacio de Topkapi, en Estambul, o los de Shalimar en Lahore, algunos Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, son otro ejemplo de jardines bien conservados. Claro que el concepto de restauración de un jardín histórico es controvertido, ya que un jardín, contrariamente a un monumento, es algo vivo y cambiante por antonomasia. Como un organismo que respira y se transforma con los siglos.
Algunos de los más espectaculares ejemplos de jardín islámico están en la Alhambra y el Generalife de Granada, aunque otros más secretos ilustren perfectamente este tipo de jardín: la Casa de la Contratación de Sevilla, la Casa del Gigante en Ronda o el Palacio de la Aljafería de Zaragoza.
Lo cierto es que la mayoría de los jardines islámicos están en un estado de relativo abandono, o han sufrido intervenciones poco afortunadas. La actual situación socio-económica de los países de mayoría musulmana, impide centrarse de forma rigurosa en la recuperación del patrimonio. Las figuras de protección son casi inexistentes, y apenas se recurre a organizaciones internacionales como la UNESCO para captar la atención y las ayudas, salvo en los casos muy sobresalientes.
Sin embargo, algunas iniciativas privadas, y ciertos programas de cooperación internacional están actuando para salvaguardar este legado. Es el caso de Programa internacional de la FUNCI, “MEDOMED, paisajes culturales del Mediterráneo y Oriente Medio”, centrado en la recuperación del paisaje histórico, los jardines y la biodiversidad de estas regiones, con algunas actuaciones ya en marcha, que implican a actores de ambas riberas del Mare Nostrum.
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