Inés Eléxpuru / Yolanda Guardione
Publicado en El Viajero – El País
Dedos de luz. Así se conocen los dátiles en el sur de Túnez. Es hora de la cosecha y de presentarlos en las mesas de Ramadán y de Navidades. Lo mejor es probarlos in situ. Meloso, dorado y casi translúcido. Así debe ser el perfecto deglet nour, o dedo de luz. El dátil más codiciado de los oasis presaharianos. No erraron los romanos cuando llamaron dactylus a este fruto pulposo y dulce que, junto con el dromedario, es la base alimentaria de los nómadas del desierto y de quienes viven bajo la sombra de las palmeras. Tan densos y concentrados, y a la vez tan untuosos, que parecen contener el sol africano y el agua de todas las fuentes.
El sur de Túnez se muere de sed. Los apenas 100 milímetros de precipitaciones anuales –que en ocasiones se convierten en lluvias torrenciales– lo condenan a la desertización más absoluta. Desde el Norte, donde el verde es la nota dominante, se pasa a un clima y un suelo de tipo mediterráneo seco, en torno al golfo de Hammamet, para llegarse al Sahel, en el que crecen olivos y enebros. Viene a continuación el desierto en estado puro, en el que hammadas, ergs y chotts, forman diferentes ecosistemas. Dunas, piedras y enormes costras de sal donde hace millones de años se adentró la mar, crean un horizonte achicharrado y, sin embargo, grandioso y voluble, según lo acaricie la luz. Apenas unos almajos y unas aulagas como estropajos, por toda vegetación. El serpenteo temible de las víboras cornudas, y la presencia sigilosa de los fenecs (zorros del desierto) por todo acompañamiento animal. Como un milagro abrahámico surgen en tan impávido paisaje oasis en los que mana el agua y los frutos se prodigan.
Bajo un dosel vegetal de palmeras crecen higueras, granados, henna y hortalizas. Tozeur es el punto de referencia de la aventura meridional (muy relativa). Su pequeño aeropuerto, su numerosa y bien integrada oferta hotelera y su asombrosa medina, lo convierten en un punto de partida desde el que indagar en el universo de los oasis. La ciudad antigua es un reducto de callejas, plazoletas y patios que se insinúan al visitante. Construido a base de fábrica de ladrillo cocido y mortero de arcilla y cal, apenas se resiste a las lluvias torrenciales. A las increíbles ornamentaciones de ladrillo visto de las fachadas se suman hermosas puertas de madera con herrajes, rejas de hierro forjado y canalizaciones fabricadas con el tronco de la palmera. Como dicen los nativos, aquí se nace y se muere con esta planta. Se llora desde una cuna tejida con sus hojas, se calienta uno con su madera, se alimenta de sus frutos, y hasta se embriaga con su licor. Y es que, cuando la palmera envejece, se la decapita para recoger la savia que, una vez fermentada, produce una bebida dulzona y de fuerte graduación.
El palmeral de Tozeur es uno de los más extensos. Sus 1.000 metros cuadrados están irrigados por un complejo sistema ideado en el siglo XII por el matemático Ibn Shabbat, que consiste en ramificar de siete en siete el agua procedente de pozos artesianos, distribuyéndola por tandas y turnos mediante acequias. El riego se hace a manta, inundando las eras; un sistema que no difiere demasiado del levantino, heredado también de los musulmanes.
Cadena humana
Los braceros trabajan duramente por estas fechas; toca cosechar los dátiles. Para ello trepan por la palmera descalzos y ágiles como macacos, y tras cortar el racimo –que llega a pesar diez kilos–, lo deslizan por medio de una soga, o bien formando una cadena humana que se sucede a lo largo del tronco. Para descender de la copa, a veces el jamés se desliza por las propias hojas hasta tocar tierra. De las 1.200 especies existentes en los climas cálidos, se encuentran más de 100 variedades de Phoenix dactilyfera en los oasis del Magreb. Deglet aparte, l’alig y kinta son algunos de los dátiles más afamados.
Más allá del oasis comienza la aridez extrema. Algunos trashumantes tienen sus campamentos en las inmediaciones. En medio de una intensa polvareda los hombres pasean a sus rebaños de cabras, ovejas y dromedarios (los menos), mientras que las mujeres aguardan en el campamento alimentando a riadas de críos, gallinas y conejos que por allí merodean. Entre la jaima de pelo de dromedario y la cocina de hojas de palma, unas cabras beben en barriles oxidados y abiertos en dos a modo de abrevadero.
Los somieres de muelles –la vida en el desierto no excluye ciertas comodidades propias de la civilización– se orean mientras al sol. Por toda pertenencia: un fardo de mantas de lana, unas perolas de aluminio, un transistor antediluviano y un butagás grasiento.
Después se extiende el Chott el Gharsa. Una gran depresión de arcilla a 20 metros por debajo del nivel del mar, que alcanza la vecina Argelia. Nefta aparece a unos 23 kilómetros en dirección a la frontera. En los años sesenta, el oasis fue un nido de celebridades, a la vez que una de las ciudades más veneradas del Sur. Los esplendores del Sahara Palace, un hotel que se columpia sobre la vista fantástica del palmeral, albergaron a actores franceses en busca de exotismo, mientras que la zahoya Qadiriya acogía a sufíes venidos de todo el país. Entre viviendas de adobe y ladrillo a medio derretir, despuntan las cúpulas siempre encaladas e impecables bajo las que reposan los restos de los santones. Los únicos que merecen pervivir. En la entrada de la población, una fábrica del Monaguillo recuerda una marca de dátiles muy populares en las rancias y lejanas infancias españolas.
Algo más hacia el Norte se encuentran los oasis de montaña de Tamerza, Mides y Chebika, que surgen entre las grietas de una orografía desertificada, bendecidos por el agua y los escasos visitantes que se acercan hasta allí. El turismo es, sin duda, una rentable y bien organizada actividad para estos pueblos sureños, pero el abuso en la extracción de agua que podría derivarse de él, pone en peligro el frágil ecosistema del palmeral. Habrá que descender de nuevo hacia el Sur, para encontrarse con Chott el Yerid, la depresión más extensa de la región presahariana. Si antiguamente se atravesaba por pistas dudosas en las que las arenas movedizas a menudo paralizaban vehículos y bestias de carga, en la actualidad, una carretera lo cruza cómodamente, permitiendo apreciar el silencio casi sólido que lo envuelve. Ni un crujido, ni un trino, ni un aleteo; ningún atisbo de vida. Surge entonces Douz, a las puertas mismas del erg, o gran desierto de arena, que se extiende en forma de cuña entre Argelia y Libia.
Por estas fechas, el oasis adquiere un aspecto un tanto surrealista. Por todas partes cuelgan de las crestas de las palmeras unos extraños penachos amarillos: son los racimos, que se protegen de las posibles lluvias mediante bolsas de plástico. Mujeres de toda edad se afanan entre risas y chistes que sólo ellas entienden, para desgranarlos. Todo el pueblo se convierte en un mercado al aire libre en el que se exhiben enormes lamparones de lágrimas ambarinas que parecen cera.
En los cafés de la plaza, los viejos juegan al dominó con gesto grave, y frente a las dunas, manadas de dromedarios aguardan pacientes algún grupo de extranjeros, para hacerles soñar por unas horas con Lawrence de Arabia o Théodore Monod. Dos viejos zorros de desierto cuya experiencia vital fue, probablemente, mucho más excitante que la suya.
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