Conducimos junto a la costa y las últimas tierras de La Alpujarra quedan atrás. Quedan los consejos, las leyendas, la memoria, la fuerte impronta morisca presente en todo, y un pedazo de saber de todas las voces sabias que nos han acompañado. También la vívida consciencia de la necesidad de respetar su agua, sus acequias; su frágil equilibrio.
Me voy feliz, impresionada, con la sensación de haber estado en un lugar mágico donde convergen varios tiempos, varias culturas, varias formas de entender la vida, varias espiritualidades; y todas se aceptan. Dentro de mí suenan voces en inglés, francés, alemán, árabe, italiano; voces sabias que hablan en castellano y me dicen que la tierra fértil hay que cuidarla y que el suelo te devuelve todo lo que le das. Me voy agradecida.
Pero también me llevo la imagen de los bancales caídos, las tierras abandonadas, las acequias tapadas, los derrumbes sobre la carretera; los plásticos que se suceden al descender hasta crear un mar de plásticos que impresiona. Me llevo todo ello, el intenso contraste y, sobre todo, el canto de un agua que dibuja palmo a palmo el vergel y puede llegar a emocionar.
Texto: Elena García Quevedo.
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