La cultura rural de los países islámicos del Mediterráneo se desarrolló de forma espléndida en la época Medieval. Así es que aún podemos apreciar su impronta en no pocos aspectos de la vida cotidiana del campo, desde Sicilia o el Levante español, hasta el Magreb o las regiones orientales. Al-Andalus fue un perfecto ejemplo en este sentido. No solamente los vocablos de origen árabe están presentes en cada movimiento, cada gesto y cada tradición de una gran parte del territorio español, sino que el propio paisaje agrícola forma parte de esta herencia. Y ello, por no hablar de los usos seculares en relación al reparto y manejo del agua, la siembra, la ciencia de los injertos, la recolección y almacenaje, y muchas de las costumbres agrarias extensivas y ecológicas de la actualidad.
Alcorque, aceña, acequia, alberca, almatriche, almazara o aljofaina son tan solo algunas de las palabras españolas de origen árabe que aluden a la cultura rural, mientras que sistemas agrarios como las albuferas, los olivares o los bancales escalonados, le prestan a nuestro paisaje un aspecto peculiar.
Pero lo más llamativo es la forma equitativa y sostenible -por emplear un término a la usanza contemporánea-, en que los musulmanes medievales gestionaban los recursos naturales comunes. Para ello se basaban en la tradición islámica en materia de justicia y reparto de los bienes. Ya el propio Libro Sagrado y la Sunna, o tradiciones atribuidas al Profeta Muhammad, hacen mención frecuente a la importancia de la equidad y la transparencia en el reparto y el comercio.
Esta conocida aleya, inscrita en la portada de la Universidad de Harvard, sienta las bases para un concepto inequívoco de justicia social en todos sus aspectos:
“¡Vosotros que creéis! Sed firmes en establecer la justicia dando testimonio por Allah, aunque vaya en contra de vosotros mismos o de vuestros padres o parientes más próximos, tanto si son ricos como si son pobres; Allah es antes que ellos. No sigáis los deseos para que así podáis ser justos. Y si dais falso testimonio u os apartáis… Es cierto que Allah conoce hasta lo más recóndito de lo que hacéis”. (Corán, 4-134).
La solidaridad, de cuya falta por desgracia adolecemos en la actualidad, era una cualidad altamente apreciada en el mundo musulmán de los primeros siglos. Así, el cuarto califa del Islam, Omar Ibn el-Jatab, afirmaba que si una persona moría en una ciudad por indigencia, sus habitantes estaban obligados a compensar por su muerte como si la hubieran asesinado entre todos.
Recursos naturales
Los recursos naturales debían de ser compartidos en la comunidad de forma ecuánime pues, como dice el hadiz: “Los musulmanes se reparten tres cosas: el agua, los pastos y el fuego”. Por su parte los jornaleros contratados para las tareas puntuales tenían que ser retribuidos de manera inmediata, como así lo estipuló el Profeta del Islam, quien ordenaba que se pagara al trabajador su sueldo “antes de que su sudor de seque”. En relación a la comida, es curioso comprobar que el famoso dicho español – que por fortuna aún se emplea- “donde comen tres, comen cuatro”, proviene en su forma literal de un conocido hadiz.
También llama la atención la relación de cercanía e intimidad que nuestros antepasados mantenían con la naturaleza. El cuidado de la tierra es para el musulmán una amana, una responsabilidad, ya que a su paso por esta vida es solamente su usufructuario, y tiene la obligación de explotarla con medida y equilibrio. En el Islam, el trabajo es en sí un acto de adoración, y si este trabajo consiste en cultivar la tierra, su beneficio se multiplica. Así, dice un hadiz: “No hay ningún musulmán que plante o siembre algo y coma de ello un pájaro, un hombre o un animal, sin que haya en ello una sadaqa (un bien) a su favor”.
Quien cultivaba una tierra de dominio público o que no pertenecía a nadie, tenía un derecho especial sobre ella, tal y como también lo estipuló el Profeta en el siglo VII, adelantándose de muchos siglos a la célebre frase de Emiliano Zapata “La tierra es de quien la trabaja”.
Pero, tal vez, donde más necesario se hacía legislar y compartir era en el uso del agua. Al-Andalus fue nuevamente un ejemplo, aunque no el único, en este sentido. De hecho, proliferaron personajes públicos como el sahib al-saqiya, el zabacequia, o repartidor del agua, el qada al–miyah (alcalde del agua), y el funcionario llamado al-amin al-maa. La figura del amin, en árabe, «el digno de confianza», pasó a los regadíos de la zona cristiana con el arabismo alamín en Castilla, y alamí en Valencia.
Esto no es más que una pincelada, pero nos da una idea del alto concepto moral y ético que regía, en general, la vida rural de los musulmanes medievales.
Cherif Abderrahman Jah
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