En lo más alto del Valle de Ricote Francisco Turpín se sabe descendiente de moros; también fruto de ver desde niño como una miaja de agua hace del desierto un vergel. Vive en Ricote, tiene más de ochenta años, ojos azules, el saber de quien ha crecido junto al túnel árabe de donde siempre manó el agua, y la experiencia de una persona que se ha dedicado a abrir el agua del aljibe que durante siglos alimentó la huerta ricoteña. “Ruina entera. La galería se pierde”, amenazaba Turpín cuando le conocí hace algunos años en el viejo molino.
Nos hemos vuelto a encontrar pasado el tiempo y ahora él se queda en silencio. Le cuesta caminar y quizá ya no desea decir mucho: El manantial del molino parece olvidado
las zarzas rodean la llegada de agua que él conoce tan bien y muchos de sus vecinos han financiado un nuevo embalse con agua del Segura para regar por goteo. Turpín teme lo que su pueblo puede perder, también que la gente se olvide de que, pase lo que pase, de su manantial siempre “salen catorce litros por segundo, ni más ni menos”.
Por la tarde, junto el molino, los colores rojizos de la tierra contrastan con el verde de los limoneros; con los olivares centenarios; con las tierras que ya nadie trabaja. El agua mece el lugar.
Texto: Elena García Quevedo.
Fotos: Carlos Pérez Morales.
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