Una gran depuradora gris y una casa rural se alzan en medio del verdor de la huerta ricoteña unidas la una a la otra por los fondos europeos que les han permitido nacer. Una banda de mosquitos planea sobre el aire del sur, que nos libra del hedor de las aguas. Es aquí donde Ángel tiene su tierra y espera la hora del riego. Aún no tiene 50 años, trabaja como especialista del campo y, a medida que hablamos, va de un lado a otro, de un frutal a otro, de una planta a otra. Dice: “Aquí hay variedades olvidadas, pero no se pueden comercializar”.
Mientras, como prueba, abre un extraño limón al que llama bergamota que me recuerda el té de limones de Basora que se bebe en Bagdad. Pero también me enseña cebollas, calabazas, calabacines, tomates, berenjenas, acelgas, judías verdes y los ciruelos cargados de fruta. “Antes con azufre y cobre se sacaban las cosechas, pero ahora hay plagas y tenemos que usar los fitosanitarios”.
Ángel ya no comercia con lo que cosecha porque le pagan muy poco por frutos que en el mercado se venden cuatro veces más caros. “Todo está destinado al auto consumo porque no me recompensa. Todo lo que sé lo he aprendido de mi padre. Para mi sería un orgullo enseñar a mis hijos lo que ellos me han enseñado, pero no quiero; quiero que se olviden de la huerta. Uno queda aburrido al ver la forma de vida que llevamos. Si no cambia el consumidor su mentalidad esto no puede cambiar. Yo no quiero subvenciones, sólo quiero que se valore mi trabajo.”
A las nueve en punto, después de que Ángel riega, nos vamos. En el aire, sobre la casa rural y la huerta, permanece el rastro de la depuradora.
Texto: Elena García Quevedo.
Fotos: Carlos Pérez Morales.
This post is available in: English Español