El enigma del agua en Al-Andalus

 

Fundación de Cultura Islámica ; Lunwerg,  2012

226 p. Fotografías en color. 30 cm

Al-Andalus representó como pocas una cultura del agua, que supo valorar, y cuyo uso logró optimizar con sabiduría. Esta publicación recoge todo el enorme legado de aquella cultura que propuso un manejo del agua ejemplar.

En esta publicación reeditada y puesta al día desde el punto de vista bibliográfico y fotográfico, se recogen así las distintas infraestructuras hidráulicas de la época: norias, azudes, canales y acequias, entre otros, además de las instituciones dedicadas a su administración y reparto, algunas de ellas aún vigentes en nuestros sistemas agrarios actuales. También se contempla la estética del agua en la arquitectura, y su importancia en la higiene a través de los baños públicos y privados. Desde el punto de vista de la espiritualidad, el agua se estudia en su calidad de elemento purificador.

La abundante documentación y las ilustraciones fotográficas de este libro reflejan la riqueza y peculiaridad del paisaje andalusí, transformado por la agricultura de regadío. Este libro nos ayuda a entender desde una perspectiva global, y al mismo tiempo profunda, el inestimable valor del agua en el pasado, el presente y el futuro.

Parte del CAPÍTULO VII – EL REPARTO DEL AGUA Y LAS DIVERSAS TECNOLOGÍAS

FUNCIONARIOS, COMUNIDADES Y TRIBUNALES DEL AGUA

En torno a la distribución del agua, a lo largo de la historia se crearon una serie de normas y de cargos que vigilaban su cumplimiento, cuyo origen se remonta a Asiria en el segundo milenio a. C. y continúa en el Imperio romano (siglos iv a. C-V d. C.) En al-Andalus, la distribución del regadío y la vigilancia del cumplimiento de las normas en torno a él, debió ejercerlas un funcionario, el sāhib al-sāqiya (el zabacequia, o repartidor del agua), con una categoría semejante al sāhib al-sūq, vigilante del zoco.

Al igual que este, el sāhib al-sāqiya debía de estar bajo la autoridad del qādī, que era el que administraba la justicia ordinaria, aunque con cierta autonomía. El sāhib al-sāqiya, nombrado por el wālī (gobernador) o directamente por el emir, debió de dirimir muchas disputas entre los regantes y ser celoso vigilante de que las aguas se repartieran equitativamente. También debió de vigilar que las aguas que corrían por las acequias, y las propias acequias, se mantuvieran limpias por los propios usuarios. Y tendría gran cuidado de que los rigurosos turnos de reparto del agua se cumplieran por parte de los terratenientes andalusíes, evitando toda clase de picaresca y cualquier aviesa intención de «colarse» antes de tiempo.

Sus «sentencias» o dictámenes serían verbales —como todo el procedimiento de administración de justicia islámica— e incluso pondría multas por unos cuantos  dirhams, que quitarían al infractor las ganas de reincidir. Este oficial distinguido y de origen urbano, es decir, integrante de la oficialía de la ciudad junto al vigilante del zoco (sāhib al-sūq) y el de la medina (sāhib al-madīna), tendría indudables problemas al intentar llevar su vigilancia más allá de las acequias-madre —límite de su jurisdicción— hasta los predios tribales. En estos, los diferentes «Banū», integrados por clanes  familiares, no consentirían la injerencia del sāhib al sāqiya, señores como eran de la organización del regadío de acequias secundarias con las que regaban sus tierras.

Este cargo de la administración andalusí debió tener mucha importancia social, pues en el siglo XI, dos libertos de Almanzor, los amiríes Mubārak y Muzaffar, pertenecieron en Valencia al wikālat al-sāqiya, institución andalusí que tenía como cometido la inspección de los riegos. Ambos amiríes llegaron a ser los emires de dos reinos de taifas: Mubārak, de Valencia, y al-Muzaffar, de Játiva. Sin embargo, el perfil de la figura del sāhib al-sāqiya no se conoce directamente a través de los textos árabes, salvo algunas vagas referencias. La figura se capta a través de los textos cristianos, como  en un documento aragonés del siglo XIII, en el que aparece un «çabacequia».

Posteriormente veremos aludir al çabacequier en textos valencianos y al sobrecequiero en los murcianos, nombres todos derivados del árabe sāhib al-sāqiya, vinculados al oficio de la administración del regadío, pero con ciertas diferencias de atribuciones en cada región. El perfil del funcionario andalusí encargado del riego se completa comparándolo con las competencias de sus otros colegas en la vigilancia pública de las ciudades de al-Andalus: el sāhib al-sūq y el sāhib al-madīna. Al parecer, también hubo otros personajes de la administración en al-Andalus relacionados con el regadío; como al-qādī al-miyah (alcalde del agua), especializado en juicios relativos a las aguas, y el llamado  al-amīn al-mā, funcionario de inferior categoría que vigilaba los regadíos menores.

Esta figura del amīn, nombre árabe que significa «el digno de confianza», «el que es fiel», pasó a los regadíos de la zona cristiana con el arabismo alamín en Castilla y alamí en Valencia. A veces se heredó de ella el significado de la palabra, y así vemos que en la zona de Elche (Alicante) se conservó como «el fiel del agua».

Importantes son las noticias sobre las obligaciones del acequiero  (çavaçequier)  que nos da un Real Privilegio del rey Jaime I de Aragón a los pocos años de la conquista de Valencia (1238), en el que ordena que los acequieros limpien y desbrocen las acequias; hagan que los regantes reparen los desperfectos de las acequias, reconstruyan los puentes sobre estas, impidan que los usuarios no devuelvan el agua a la acequia madre una vez regada su tierra, etc.; e incluso establece que los regantes vigilen si el acequiero cumple o no su labor y, si no la cumple, que le denuncien a los jurados del agua.

Desgraciadamente, no se han conservado textos árabes de ordenanzas de riego en Valencia.  Podríamos suponer que estas mismas o parecidas normativas que establece el Real Privilegio de Jaime I eran también las que se aplicaban en el riego valenciano durante el gobierno musulmán; pues habían pasado pocos años desde la reconquista de Valencia y el rey Jaime I conservó, en materia de riegos, las costumbres y normas «en tiempo de sarracenos», según ordena el Fuero XXXV, otorgado al reino valenciano.

Está claro que hubo en al-Andalus una serie de funcionarios de la administración emiral y local que vigilaban el cumplimiento de las normas sobre el regadío, especialmente en el entorno agrícola de las ciudades andalusíes.

Pero, como en el resto de actividades y normas del mundo islámico en las que se da una gran importancia a lo comunal, en el regadío también debió de darse esa tradición, creándose comunidades de regantes autónomos en torno a clanes familiares. Dichas familias, algunas de origen beréber, asentadas en zonas más alejadas de la ciudad, han dejado la huella de su paso en la toponimia valenciana y murciana, como los Hawwāra en relación a la acequia de Favara (Valencia).

A lo largo de la historia del regadío español han permanecido una serie de grupos institucionales basados en usos y costumbres de siglos. En la Edad Media fueron apareciendo, en tierras ya reconquistadas, numerosas hermandades de regantes, génesis de las posteriores comunidades  de  regantes, que irían adquiriendo autonomía frente al poder real o señorial. Hasta nosotros han  llegado instituciones como el Tribunal de las Aguas de la Vega de Valencia y el Consejo de Hombres Buenos de la Huerta de Murcia. Ambas instituciones, integradas por «honrados labradores de buena fama» —según establecían las ordenanzas—, celebran sus audiencias en público, y en ellas se administra el agua pública y se discuten los problemas que presentan los regantes, con un sencillo procedimiento oral.

Allí se volverán a oír las mismas quejas que desde hace siglos: que se ha hurtado el agua en época de escasez, que no se han respetado los turnos, que no se han limpiado acequias, y demás. Como vemos, la continuidad no es solo institucional, sino lógicamente humana en los comportamientos.

El Tribunal de las Aguas de Valencia (en el que están representadas las ocho comunidades de acequias del Turia) se reúne cada jueves ante la Puerta de los Apóstoles de la catedral de esa ciudad «a las doce en punto». Al parecer, tiene un origen desconocido, según algunos autores. Pero  también  en  torno  a  él  se  ha  generado  una  apasionada  discusión  sobre  su posible origen romano, árabe o cristiano. Desde la perspectiva del origen árabe hay autores, entre ellos E. Lévi-Provençal y R. Arié, que encuentran el antecedente del tribunal valenciano en la  wikālat al-sāqiya, institución creada en tiempos del califato de Córdoba (año 960) y mantenida dos siglos más tarde por Jaime I de Aragón.

EL REPARTO DEL AGUA Y SUS DIVERSAS COSTUMBRES

En el mundo andalusí se parte del concepto de que el agua es un don divino, que no es propiedad de nadie y que debe ser repartida con equidad entre los que la necesiten.

Sin embargo, esa forma de reparto podía variar en al-Andalus de unas regiones a otras. Generalmente, el agua se repartía a cada terrateniente en proporción a la extensión de su tierra, con un sistema un tanto complejo que a más de un investigador ha causado desconcierto. Intentaremos explicarlo con un esquema sencillo. La cantidad de agua repartida, aun manteniendo su proporción con relación a la tierra, variaba según fuese el caudal del río.

Este se dividía entre las acequias principales en proporción a la tierra que abastecía cada acequia. A su vez, cada una de las acequias se subdividía proporcionalmente entre sus brazales por riguroso turno. Siempre empezando río arriba y terminando río abajo. Los turnos o tandas podían tener duración y frecuencia distinta según la proporción de tierra regada y los usos de la región. Se podía tomar el agua, tan solo un día por semana, o varios días con sus noches como en Pozuelo y Veruela (Aragón), según documentos de los siglos XII y XIII.

Los elementos que componían la red de un regadío eran siempre: un azud  (sudd), que remansaba el agua del río para derivarla hacia la acequia; una acequia  (sāqiya)  principal, o acequia madre, en la que entraba el caudal, dividida en brazales, según ya hemos visto. La unidad de medida que se tomaba para determinar las proporciones era la fila, una unidad abstracta pero materializada en un volumen determinado. Para realizar estas tomas de agua de forma equitativa tenían gran importancia los  partidores  y el sistema de turnos, conocidos como tanda o dula. El partidor era una construcción en la que se dividían las aguas del canal principal y se repartían, en una determinada proporción, hacia las acequias secundarias o los brazales, mediante compuertas.

La fila (o  hila en castellano) tenía la equivalencia, por lo general, de una hora de afluencia del agua. Esta base en horas era una de las características del reparto en el mundo islámico. Pero ¿cuántas horas a lo largo de lo que llamamos un día? En unos lugares, como en Siria, desde la salida a la puesta del sol —aproximadamente unas doce horas— y en otros, como Yemen y Arabia, las veinticuatro horas.

Según T. F. Glick, en Valencia, Castellón y Gandía se practicaba un regadío con base 12, que denomina «tipo sirio», en el que el agua se adscribía a la tierra, y cuando no había escasez, el tandeo (o turnos) no tenía medida de tiempo; mientras que en Elche y Novelda (Alicante) y otros lugares de al-Andalus, como Mallorca, de regadío más corto, e establecía una separación entre los derechos de la tierra y los del agua, que permitía la venta del agua —pero no su derecho—, con turnos medios en unidades de tiempo con base de veinticuatro horas. Este es el que denomina «sistema yemení».

Recordemos que los árabes procedentes de distintos puntos del mundo islámico se asentaron en diversas zonas de la península Ibérica, movidos, en muchas ocasiones, por la emejanza con sus lugares de origen, que propiciaba su mejor adaptación a estas latitudes.

No es de extrañar que dejaran algún tipo de impronta en sus tierras andalusíes de adopción, como, por ejemplo, en los sistemas de regadío empleados. Pero en Valencia hubo muchos asentamientos beréberes, ¿cómo se explica así el empleo del sistema sirio? Al parecer, el sistema sirio se impuso a los beréberes y al resto de la población por un gobernador omeya, ‘Abd Allāh al-Balansī («el Valenciano»), sobrino del emir al-Hakam I (s. IX).

Los primeros emires omeyas, siempre nostálgicos de su Siria de origen, intentaron recrearla en al-Andalus en sus paisajes y costumbres. Ahora bien, nos surge otra pregunta, ¿cómo medían el  tiempo del regadío? Al parecer, mediante clepsidras —cuyo funcionamiento analizamos al principio de este libro—, o mediante la observación de la determinada longitud de una sombra, pasado un tiempo desde la salida del sol. Por ejemplo, desde que aparecía la primera luz del amanecer hasta que la sombra de un regante proyectada por la luz solar alcanzaba una longitud de ocho pies de largo. Ese tiempo transcurrido equivalía a dos horas, que se tomaban como medida. Un curioso reloj de sol, en el que queda patente la gran agudeza de observación de nuestras gentes del campo.

A veces, con el tiempo se han seguido nombrando aquellos usos y costumbres, como en Tudela (Navarra), donde aún se sigue diciendo «la hora del  elmá », es decir «la hora del agua», ya que al-mā’ en árabe significa agua. Pasados los siglos, y en torno al regadío y a sus turnos, se establecieron en nuestras villas huertanas auténticas «lonjas» de subasta del agua de riego. Poco a poco se fueron complicando el sistema de pujas y las agrupaciones de filas, o hilas. Por ejemplo, el historiador J. Musso (s. XIX) refiere que en Lorca (Murcia), los regantes se reunían a las ocho de la mañana en una casa llamada Alporchón. Allí, tras oír al subastador la porción de agua a subastar, se pujaba hasta que quien más pagaba se quedaba con esa porción. Luego se «jaricaba», es decir, se reunían hilas  de diferentes propietarios para constituir mayor cantidad de agua. Así, si el que tenía dos hilas, se unía a otros dos que tenían una, el primero podía regar con el caudal de las cuatro hilas, por la mitad de tiempo que si lo hiciera solo, y los otros, por la cuarta parte.

Aún recordamos, en la década de los años 50, en un pueblo alicantino cercano a Orihuela, cuando los huertanos se concentraban con bullicio en la plaza, delante de la iglesia, antes de que amaneciera, para acudir al turno del riego que ese día «tocaba» en aquel pueblo.

LOS AZUDES, CONSTRUCCIONES INDISPENSABLES

Los azudes (al-sudd), o presas, en al-Andalus cumplieron una misión muy específica: la de derivar las aguas de una corriente, más que la de almacenar el agua. Sin deseo de competir con sus hermanas —las grandiosas presas levantadas siglos antes por los  romanos—, los azudes derivaron el agua  hacia acequias, cueductos, etc., frenaron en muchas ocasiones la impetuosa corriente de los ríos en su crecida, y elevaron el nivel del agua corriente a una altura necesaria para poder desviarla.

Los grupos yemeníes, cuando llegaron a la Península, ya conocían la técnica del azud, por haberla practicado en su Yemen natal durante varios siglos, incluso antes de Cristo. Hubo azudes en todo al-Andalus, en las zonas regadas por aguas fluviales como Aragón, Tarragona, Valencia, Murcia, ya que este tipo de construcción era uno de los elementos necesarios para la derivación de aguas con un curso intermitente. La morfología del azud consiste en una obra de mampostería que corta la corrien-te de un río, con cimientos profundos y escalonados por el lado hacia el que va la dirección de la corriente.

De los azudes en al-Andalus nos hablan algunos cronistas hispano-musulmanes. En muchas ocasiones con gran detalle. El historiador Ibn Hayyān (siglo xi) nos relata con viveza la reparación del azud de Córdoba, cerca del puente romano, y la restauración de este en época del califa al-Hakam II (961-976):

«El miércoles día 5 del mes de dū-l-Qa’da de este año (30 de agosto de 971) se dio comienzo a la construcción de la presa, esmeradamente hecha, cuyos materia-les consistían en ramaje de jara traídos de la sierra de Córdoba, encuadrado por grandes piedras y arena, mezclada con arcilla pura, a la orilla del Guadalquivir, en Córdoba, junto al puente  (yasar) con objeto de… desviar la corriente del río por aquella zona y dejar en seco los pilares (del puente) en los cuales la continua acción del agua, al cabo de mucho tiempo, había ido quitando el revestimiento de yeso, por lo que era de temer su ruina… El califa al-Mustansir bi-llāh venía personalmente en muchas ocasiones a inspeccionar por sí mismo las obras… Una vez acabada la restauración del puente se puso mano en reparar la brecha que, para poder trabajar en los pilares, había sido forzoso abrir en la presa de los molino que hay por esta parte y que había sido preciso desmontar. Se trabajó en ello y en consolidarla firmemente con la mayor asiduidad, hasta que todo quedó perfecto y acabado…  Los molinos empezaron a moler y quedaron como estaban antes gracias a Dios Altísimo».

Los azudes debían de servir también para solaz de los andalusíes, pues acudían a ellos durante sus ocios, como en nuestros días se puede hacer una excursión a cual quier pantano o embalse. El poeta Ibn Zaydun (siglo XI) cita en sus versos a un azud que había en el río Guadalquivir a su paso por Córdoba, llamado de  Malik, a cuya aguas remansadas iban los cordobeses a bañarse, embarcarse o incluso a beber. Seguramente, acompañados de una buena merienda.

Otras referencias sobre azudes en al-Andalus nos las da el geógrafo al-Himyari en sus famosas descripciones, ya citadas anteriormente, sobre los ríos de Murcia y de Lorca, al tiempo que nos informa sobre su funcionamiento: «se eleva el nivel del río por medio de esclusas, hasta que alcanza su lecho superior entonces se puede utilizar su agua para regar. En distintos sitios de este río hay noria que sirven para regar los jardines».

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